Maldad

La oquedad inenarrable de tus ojos brillantes, me obliga a pensar en la más pura maldad: el aroma de tu entrepierna; la semilla de la manzana del clítoris; el suave valle que asemeja la palma desnuda. Mi lengua, luego mi pene disfruta de sus tentáculos; espinas que le devoran al precipitarse a lo profundo. La insondable oscuridad del vientre y su laberinto se abre como tenue flor; son tus piernas, hambrientas por la sangre que beben las espinas; labios que tras el aullido del alba reciben la simiente de Ouranos. La más pura maldad responde al sonido de la más pura belleza: Afrodita nace del semen; la Erinia de la sangre. Las dos tienen su origen en el mismo cielo difuso que eyacula sobre tu vientre. La saliva crece como la espuma de tu lengua; olas que son el goce mismo; bosque de piernas y brazos, manglar de infinitas bifurcaciones.

Los vellos son la Erinia creciente sobre la piel de nacar o el soleado bronce de Ares. Hay venganza en la penetración como también en la locura. El frenesí revela la maldad del cuchillo cuando la caverna del ano se sacude por intensas marejadas; puñaladas que acicalan el fragor de la batalla impuesta por el deseo. La armonía de la cuerda del arco traduce el dolor de su tensión, ahí donde se reúne el flujo de tus pezones; néctar de miel que se derrama sobre la leche o el café. Hay belleza en ambos y también venganza: la más pura maldad; el fruto de la tierra surge del Hades tras la eyaculación; placer y dolor como lo mismo: holocausto.

Transcurren los instantes y tras lamer la sangre de tu pelaje, siento a la muerte sobrevenir como el frío invierno. Miro entorno y esa misma, fina hoja, me desgarra; semejante a la bala o el cuchillo carnicero. Diosa, no poseo un olvido tan fuerte como el de las demás creaturas. Vuelvo los ojos con el deseo de apagar esa luz pero su agonía es lenta. Luna, quisiera un lugar donde los animales no tengamos que despedirnos empero al hacerlo lo reconozco; al desearlo como lo deseo la sentencia se realiza: me convierto en la bestia humana. Y entonces tu propia sangre me responde: “el miedo asciende por la mano del hombre y acalla el sentimiento de Aidós. La faz del cerdo, del cordero y del carnero son tu propio reflejo”. Todo es comido por ella: el maíz que crece por los campos y los cementerios; los pastizales verdes y el agua que derraman los ríos; los peces, las hojas tiernas de los árboles; los nidos de las aves y la carne de todos los animales.Ella misma es su carne y mi alimento.

Las fauces de su vientre arrojan la nube oscura del Tártaro con sus infinitas bocas. Hombre y Mujer, Macho Cabrío y Ninfa, se devoran el uno al otro como el alimento que son. No hay reposo en el frenesí menádico de la Vida. Asimismo he de devorarte, madre y si no lo hago bajo la forma de un cadáver lo haré de todas formas: como la hierba, como los insectos que se convertirán en frutos de tu vientre. Mi destino es convertirme en Edipo. No puedo verlo pero puedo sentirlo: ella está ahí, corriendo como la sangre o la savia del bosque; como el nutriente que derraman las esporas y que al devorarlas, ellas mismas me devoran. Al comer yo soy comido. Al matar muero yo mismo. Luna, eres mi propio reflejo, por ello el ente que trate de huir, hará destino del fatum como Edipo; la indeterminación descubre lo que es comido a sí mismo.

Lenta e irrefrenablemente el éter nos disuelve como los jugos gástricos o los capilares del intestino. Hades es un meandro que se extiende por toda la tierra y su riqueza bulle en semillas que son devoradas. En cada una la madre se entrega; soy yo mismo; pasado y futuro en el instante que soy; un vórtice, un agujero negro, una singularidad; el ano y la vagina. Entiendo que la muerte no responda pues no está en ningún lugar. No hay “afuera”, sólo la sublime maldad que derraman mis venas: “Yaco, Yaco, retiraos, amplio espacio dejad para el Dios: pues quiere el Dios erecto marchar por el medio. En tu honor celebramos esta Musa, al templo, entrando con tu pie de toro. Retrasa, retrasa la vejez, hermosa Afrodita Ambologera”.

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